Cada mañana me despierto fragmentada: los esquemas hechos trizas y los restos de mi vida navegando a la deriva en un océano de sábanas. Antes de levantarme, tomo de mi buró el pegamento antidesolación y empiezo a unir los añicos. Cuando noto que el engrudo se ha solidificado, pongo los pies en el suelo y me encamino hacia el baño. Frente a un espejo empañado en lugar del rostro, me lavo la extrañeza y me arranco el desconsuelo hecho lagañas. Luego, bajo el chorro de la regadera, me escaldo la existencia en agua hirviendo y exfolio mi presente de experiencias muertas, de enfermedad, de dolor. Después de secarme a conciencia, entro a la cocina y me preparo un rico capuccino de recuerdos descafeinados sabor Moka.
Tras maquillarme de esperanza los ojos y un ponerme un poco de firmeza en los labios, me visto de mujer aplomo y salgo a la calle dispuesta a sortear contrariedades con la mejor de mis sonrisas, con un puñado de sueños, proyectos y fé dentro de mi bolsa.
Conforme va pasando el día, me empleo en desatar los mismos pañuelos de angustia que poco antes me entretuve en anudar con lazos de ilusiones.
A la caída de una noche más, me vuelvo a hacer mil añicos al abrigo de mi cama laberíntica, luchando contra el insomnio, la vida, la muerte, la enfermedad.