Todo lo dicho sería poco, sin reconocer una de las grandezas de Paul Newman. Era un hombre tremendamente guapo, escandalosamente guapo. Con motivo de su muerte, Maruja Torres ha escrito un precioso artículo en El País que ha titulado «Guapo hasta morir». Lo suscribo. Creo que cualquier mujer lo hará. Era tan guapo que, como a veces se ha dicho, dolía. Tan guapo que los hombres también han sabido reconocerlo. Nunca ha sido para ellos un enemigo a batir o un competidor. Reconocían que, con él, no hay competencia posible.
Sólo un ejemplar de tal belleza ha podido envejecer como él lo ha hecho. Con absoluta dignidad. Ha seguido siendo guapo siempre y siempre atractivo y viril. Sí, con él no hay competencia posible.
Su cabeza era perfecta, hueso a hueso: la frente, los pómulos, las mandíbulas. La boca, sensual pero masculina, capaz de besar, de musitar, de sonreír o de despreciar. Tan sólo la nariz, de tabique un poco desviado, le confería el punto de imperfección necesario para parecer real y no ser considerado un dios o una estatua griega.
Y los ojos. ¿Qué decir de sus ojos que no sea evidente? Sin duda, los más bellos ojos azules del cine, y ha habido muchos. No tenían ese azul transparente, casi de cristal, que siempre llama la atención. Su azul era compacto, de un tono turquesa que trascendía del iris y se reflejaba más allá. Realmente, sus ojos, son capaces de irradiar. Tanto es así, que hasta en las películas o fotografías en blanco y negro destaca el azul de su mirada.
Además, sensible. Además, valeroso. Antisistema pero sin ofender, degustador de Europa, y, queridos, esto es lo mejor de todo: casado con la mujer de su vida. Semejante característica, la fidelidad, era uno de los picos de su personalidad que más admirábamos quienes le seguíamos.
Sólo un ejemplar de tal belleza ha podido envejecer como él lo ha hecho. Con absoluta dignidad. Ha seguido siendo guapo siempre y siempre atractivo y viril. Sí, con él no hay competencia posible.
Su cabeza era perfecta, hueso a hueso: la frente, los pómulos, las mandíbulas. La boca, sensual pero masculina, capaz de besar, de musitar, de sonreír o de despreciar. Tan sólo la nariz, de tabique un poco desviado, le confería el punto de imperfección necesario para parecer real y no ser considerado un dios o una estatua griega.
Y los ojos. ¿Qué decir de sus ojos que no sea evidente? Sin duda, los más bellos ojos azules del cine, y ha habido muchos. No tenían ese azul transparente, casi de cristal, que siempre llama la atención. Su azul era compacto, de un tono turquesa que trascendía del iris y se reflejaba más allá. Realmente, sus ojos, son capaces de irradiar. Tanto es así, que hasta en las películas o fotografías en blanco y negro destaca el azul de su mirada.
Además, sensible. Además, valeroso. Antisistema pero sin ofender, degustador de Europa, y, queridos, esto es lo mejor de todo: casado con la mujer de su vida. Semejante característica, la fidelidad, era uno de los picos de su personalidad que más admirábamos quienes le seguíamos.

Newman falleció a los 83 años. Con cerca de un centenar de títulos a sus espaldas, un Oscar al mejor actor, otro honorífico, un premio de la Academia por su labor humanitaria y nueve candidaturas. Después de él, los ojos del cine ya no son azules.