Nos dijimos tantas veces adiós que despedirnos significaba reinventar un reencuentro.
Era un precipicio con vistas al mar, y yo me hice adicta a las alturas desde que lo contemplé precipitarse sobre mí desde el punto más alto de un sueño.
Era una espalda llena de lunares que desprendía felicidad al desplegarse, quizá por eso me adherí a él: era ese punto exacto de felicidad que tiene la tristeza y que nunca se encuentra.
Pero, entonces, él.
La última primera vez que lo vi estaba de espaldas -cómo no, él siempre por delante del mundo-, y me tembló cada huella. Se giró y nos abrazamos, como se abraza un niño al peluche que le salva cada noche de las pesadillas, como se abraza un cuerpo llovido y frío a otro que le espera lleno de mantas, como se abraza al futuro quien ha perdido demasiado a cambio de un poco, como se abrazan dos almas cansadas que solo necesitan que sus huesos choquen.
Estaba tan guapo, tan guapo como la primera vez, tan guapo como los finales tristes que terminan con un beso, como esas tormentas que te ahogan si no te mojan, tan guapo como esos hombres que -por fortuna o por desgracia-son para toda la vida.
Sueño tanto con él que verlo es como seguir dormida.
Él caminaba y me hacía creer que los ayeres nunca podrían convertirse en mañanas; que cuando el reloj se rompe de nada sirve darle cuerda; que hay flores que duran un verano porque la vida es así, y de nada vale ahogarles en agua si ya es invierno.
Yo lo escuchaba como se escuchan algunas canciones: leyéndolo. Verbalizaba todos mis motivos en cada sorbo de café -a veces se ausentaba y era entonces cuando yo le deslizaba mis razones sobre la mesa-. Fue uno de esos momentos en los que las palabras sobran.
Me explico: cuando sabes el final de una película y aún así vuelves a verla, es cuando te fijas en los detalles que guarda. Y yo solo quería mirarlo, una última primera vez más. Porque, pese a todo, sonreía.
Sonreía taladrando mi mirada con sus ojos tristes.
Y así hasta su adiós me parecía bonito.
Después, devoramos cada migaja que dejamos para no poder encontrar el camino de vuelta a nosotros. Pero, en medio del banquete, le acaricié el pecho y fue como tocar una nube: nos caló los huesos.
Lo vi lloverse por dentro, deshacerse hundido en mi hombro, alcanzar mis latidos, abandonar por un momento el camino mirando mis ojos mirando su boca, suplicarme que (no) lo dejara ir, respirarme el cuello para coger aire, estrecharme como si aferrándonos así pudiéramos salvarnos, rendirse de rodillas ante todos los amores que no pueden ser y sacrificarse durante un instante por ellos.
Cómo no iba a besarlo. Cómo no iba a deshacerme de todos los salvavidas en su boca de agua una última primera vez.
Al abrir los ojos vislumbré su espalda vestida sin mis manos -como la primera vez-alejándose de otra vida, zigzagueando entre su presente y mi futuro, recogiendo flores arrancadas para recordarse que no podríamos volver a querernos, con nuestra saliva aun latiendo en el corazón y el silencio gritando en su boca ya cerrada.
Hay cosas que no pueden terminarse porque nunca han comenzado.
Elvira Sastre